El hotel Prins Hendrik es
un modesto alojamiento frente a la estación ferroviaria de Ámsterdam. Tiene 42
habitaciones y una placa escrita en inglés junto a la puerta principal: “El
trompetista y cantante Chet Baker murió aquí el 13 de mayo de 1988. Vivirá en
su música para cualquiera que esté dispuesto a escucharla y sentir”. Cuando
voló desde la ventana abierta del cuarto 210, en el segundo piso del Prins
Hendrik, para estrellarse contra el pavimento, Baker tenía 58 años y unas
cantidades nada recomendables de cocaína y heroína en la sangre. Llevaba
también un largo tiempo convertido en una caricatura, desdentada y yonqui, de
la leyenda artística que supo ser. La foto del final casi no
guardaba rasgos de aquel joven de aspecto despreocupado y peinado “a lo Elvis”,
que había fascinado al público y a la crítica jazzera cerca de cuatro décadas
antes. En opinión del empresario televisivo y compositor Steve Allen, Baker
“empezó como James Dean y terminó como Charles Manson”, el conocido criminal
estadounidense.
Como siempre, detrás de la
breve primavera aguardaba, agazapado, un prolongado otoño. Para controlar su
adicción a la heroína, Baker había comenzado a tomar metadona, que sin la
intervención de su voluntad solo sabía a placebo. Una vez más en Europa se rindió
al desenfreno sin ofrecer resistencia. Rebotó, errático y vencido, entre
presentaciones olvidables en locales sórdidos, grabaciones intrascendentes para
sellos ignotos y esporádicas visitas a Japón, donde veneraban su presente por
su pasado. Todo -cualquier cosa- con tal de obtener el dinero necesario para
abrir la puerta hacia otra realidad. Tuvo aún otro efímero amago de redención,
a mediados de los 80, cuando registró dos o tres discos a la altura de su
recuerdo, como “Chet Baker in Tokyo”, de 1987. Fue el postrero rapto de lucidez
que acompaña a los moribundos. Continuó perdiéndose contratos, por presentarse
a tocar o grabar en condiciones lamentables o por desaparecer sin dejar
huellas; fue y volvió de Europa a Japón y los Estados Unidos; grabó con Elvis
Costello y puso su rostro demacrado ante las cámaras, para un documental que no
llegaría a ver jamás. Se le atravesó Ámsterdam, uno de los paraísos yonquis de
los 80. Y cayó por la ventana del segundo piso de su hotel, a las 3 de la
madrugada, sin testigos, sin violencia. Casi sin ruido; como el suspiro de su
trompeta asordinada. “Muerte accidental”, concluyeron los peritos. Un accidente
que se labró, con paciencia de orfebre, durante más de 35 años de jeringuillas
y piquetes. Dos semanas antes de su vuelo final en Holanda, Chet Baker tocó en
las calles de Roma, a la gorra, como cualquier joven que busca su lugar en la
música. Necesitaba algo de efectivo para lo de siempre. Incluyó en el
repertorio callejero una de sus preferidas: “Let’s get lost” (Perdámonos).
“Perdámonos, dejemos que envíen las alarmas / y aunque piensen mal de nosotros
/ digámosle al mundo que estamos locos. / Derritámonos en una bruma romántica /
tachémonos de la lista de todos / para celebrar que esta noche nos encontramos,
perdámonos”. Bien mirado, ese día le cantó su adiós definitivo a la heroína.
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