lunes, 18 de mayo de 2020

El vuelo de Chet.

El hotel Prins Hendrik es un modesto alojamiento frente a la estación ferroviaria de Ámsterdam. Tiene 42 habitaciones y una placa escrita en inglés junto a la puerta principal: “El trompetista y cantante Chet Baker murió aquí el 13 de mayo de 1988. Vivirá en su música para cualquiera que esté dispuesto a escucharla y sentir”. Cuando voló desde la ventana abierta del cuarto 210, en el segundo piso del Prins Hendrik, para estrellarse contra el pavimento, Baker tenía 58 años y unas cantidades nada recomendables de cocaína y heroína en la sangre. Llevaba también un largo tiempo convertido en una caricatura, desdentada y yonqui, de la leyenda artística que supo ser.   La foto del final casi no guardaba rasgos de aquel joven de aspecto despreocupado y peinado “a lo Elvis”, que había fascinado al público y a la crítica jazzera cerca de cuatro décadas antes. En opinión del empresario televisivo y compositor Steve Allen, Baker “empezó como James Dean y terminó como Charles Manson”, el conocido criminal estadounidense.

Como siempre, detrás de la breve primavera aguardaba, agazapado, un prolongado otoño. Para controlar su adicción a la heroína, Baker había comenzado a tomar metadona, que sin la intervención de su voluntad solo sabía a placebo. Una vez más en Europa se rindió al desenfreno sin ofrecer resistencia. Rebotó, errático y vencido, entre presentaciones olvidables en locales sórdidos, grabaciones intrascendentes para sellos ignotos y esporádicas visitas a Japón, donde veneraban su presente por su pasado. Todo -cualquier cosa- con tal de obtener el dinero necesario para abrir la puerta hacia otra realidad. Tuvo aún otro efímero amago de redención, a mediados de los 80, cuando registró dos o tres discos a la altura de su recuerdo, como “Chet Baker in Tokyo”, de 1987. Fue el postrero rapto de lucidez que acompaña a los moribundos. Continuó perdiéndose contratos, por presentarse a tocar o grabar en condiciones lamentables o por desaparecer sin dejar huellas; fue y volvió de Europa a Japón y los Estados Unidos; grabó con Elvis Costello y puso su rostro demacrado ante las cámaras, para un documental que no llegaría a ver jamás. Se le atravesó Ámsterdam, uno de los paraísos yonquis de los 80. Y cayó por la ventana del segundo piso de su hotel, a las 3 de la madrugada, sin testigos, sin violencia. Casi sin ruido; como el suspiro de su trompeta asordinada. “Muerte accidental”, concluyeron los peritos. Un accidente que se labró, con paciencia de orfebre, durante más de 35 años de jeringuillas y piquetes. Dos semanas antes de su vuelo final en Holanda, Chet Baker tocó en las calles de Roma, a la gorra, como cualquier joven que busca su lugar en la música. Necesitaba algo de efectivo para lo de siempre. Incluyó en el repertorio callejero una de sus preferidas: “Let’s get lost” (Perdámonos). “Perdámonos, dejemos que envíen las alarmas / y aunque piensen mal de nosotros / digámosle al mundo que estamos locos. / Derritámonos en una bruma romántica / tachémonos de la lista de todos / para celebrar que esta noche nos encontramos, perdámonos”. Bien mirado, ese día le cantó su adiós definitivo a la heroína.

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